martes, 23 de febrero de 2016

Francotirador

Elías pasa el dedo por encima de la foto mientras la mira y nota cómo los ojos comienzan a picarle. La guarda como puede, ya están ahí y él está solo pero se ha preparado. Agarra el rifle y comienza a apuntar. Observa que vienen unos cinco, podrían ser un pelotón perdido, que van buscando la base, o simplemente están de misión. Pero eso se ha acabado. Les controla mirando a través de la mira telescópica, mientras el paisaje les hace de cobertura. La calle inundada de escombros, y cuyos edificios no son más que formas aristosas y de apariencia fantasmagórica, retales de un esplendor anterior y cuya diversidad de colores se ha visto reducido al más absoluto gris, dificulta la localización de los soldados contrarios. Pero por ahora los tiene controlados, la azotea del edificio le permite tener una visión global del desplazamiento estratégico de sus enemigos. Tres se quedan apostados al comienzo de la calle, uno vigilando la retaguardia y los otros dos cubriendo a los que continúan avanzando. De vez en cuando, dan un repaso hacia arriba para intentar descubrir algún francotirador, pero a él no le van a descubrir. Por ahora. 
Los dos soldados avanzan con sigilo por cada lado de la calle y no saben que se están acercando a la trampa. Elías pasa la mano por encima del bolsillo del pecho que contiene la foto y la lleva hasta el gatillo, lo acaricia, se concentra, su instinto ahora tiene el control, así no piensa, no quiere darse cuenta de que va a volver a matar, aguanta la respiración de manera automática y dispara. Consigue detonar la carga que había colocada en mitad de la calle, camuflada entre los escombros, haciendo que los soldados desafíen las leyes de la gravedad. 
Entonces piensa, «dos veces más lejos de mí, dos veces más vivo», no sabe si lo uno compensa a lo otro. Mientras, pivota el rifle hacia los tres restantes y, aprovechando su desconcierto, pone a uno de ellos en la mira, vuelve a aguantar la respiración y aprieta el gatillo con la mala suerte de que la explosión anterior hace caer un trozo pequeño de fachada sobre una carga remanente de batallas pasadas, que produce una segunda explosión en el momento del disparo. Falla. Mala suerte. El enemigo se da cuenta del disparo fallido y calcula la zona aproximada de donde ha venido. Le está buscando con su automática. Mierda. Le toca descubrirse, así que le vuelve a apuntar antes de que él le pueda localizar, le busca la cabeza y la encuentra. Cae como un muñeco y sus compañeros comienzan a dispararle porque han visto de dónde ha salido el tiro. Elías se esconde y el rifle con él, «una vez más lejos de mí, una vez más vivo» se repite. Por cada bala suya que da en el blanco su corazón recibe otra. Ciento cincuenta y siete balazos en pleno corazón, capaz de reventar cualquier músculo cardíaco. Pero el suyo no. El suyo sigue funcionando alimentado por el odio, odio producido por el dolor. Pero su alma se resquebraja, pierde humanidad a cada muerte que colecciona. A cada vida que destruye crea más dolor y sufrimiento. Pero el odio es un combustible que nunca se acaba y por eso seguirá apuntado y disparando a su corazón una y otra vez más. Los ojos le empiezan a lagrimear. No se lo puede permitir, necesita una vista nítida y limpia, así que vuelve a dejar que su instinto tome el control.
Espera detrás del muro bajo de la azotea a que los disparos cesen. Entonces empieza a calcular el tiempo, sabe con toda probabilidad que se van a dirigir a la entrada para poder llegar a él, así que solo tiene que cronometrar el tiempo que tardan en llegar desde donde están, teniendo en cuenta las paradas de cobertura para protegerse. Después, darle a los explosivos que tiene preparados, así que tantea el detonador y lo activa. 
La carga explota y escucha gritos. Ha acertado. Se asoma y mira pero no ve nada más que escombros en la entrada. Confía que uno haya caído. Ahora se dirige hacia el casetón de cubierta, única entrada hasta la azotea, donde se sitúa en uno de los laterales escondido. Solo le queda esperar con la pistola en la mano a que abran la puerta. Observa su placa cómo cuelga y su nombre grabado, Elías. Sabe que significa “Mi Dios es Yahvéh” del nombre hebreo. Lo que no supieron sus padres es que acertaron con el nombre. No porque crea en Yahvéh, ya que su Dios es su rifle Ballista, si no porque tiene fe igualmente. Fe en la muerte. 
Todo sucede muy rápido, escucha cómo se abre la puerta de una patada, se asoma un poco y ve cómo el soldado cae al suelo de bruces y su pistola resbala por el suelo, el hilo tensado por la apertura de la puerta ha hecho su efecto. Se contiene un instante para comprobar que el compañero no está y se tira encima suyo en el momento en el que se da la vuelta boca arriba. Entonces Elías le apunta con la pistola a la cabeza y ve cómo al soldado le invade el miedo e intenta agarrarle el brazo para apartar el arma. Elías aprieta el cañón contra su frente y duda un instante. Ve el terror en el soldado. No quiere matarle. Ve a su hijo, en mitad de la invasión enemiga, cómo una bala le alcanza la espalda y cae. Después, su hijo en una silla de ruedas. Ahora quiere matarle. El odio le invade, llora porque se debate entre su humanidad y la venganza. 
Le tiembla la mano y dispara. 
Se hace el silencio. 
Contempla cómo la expresión de miedo del enemigo se diluye, su cuerpo se relaja y queda una máscara con un agujero en la cabeza. Elías se da cuenta de lo que ha hecho y no sabe si quería hacerlo o no. 
«Una vez más lejos de mí, una vez más vivo», piensa. 
Vuelve a ver a su hijo cuando se despidió de él y de su mujer, - Papá, no vayas, sólo crearás más dolor, harás daño a más gente, ¡ya basta! – le dice enfadado. Pero él le contesta que tiene que proteger a la gente que quiere, a ellos. Dejarlo es permitir que vuelvan a hacer lo mismo. – Si te vas no quiero volver a verte – Sentenció su hijo. Entonces él le dio un beso y un abrazo de despedida y se fue.
Deja caer la pistola, se derrumba y llora. El rifle siempre le ha permitido llamar a la muerte a distancia, sin ver su cara directamente, siempre escondido, un muro, unos escombros, unas barricadas, da igual, siempre detrás de algo que le impedía entender el alcance de sus actos. La pistola se lo ha mostrado. Acaba de ver el dolor que es capaz de generar. A los demás y a los suyos. Ya no le queda un ápice de aquella humanidad que tenía y que ha ido destruyendo con cada bala que añadía un cadáver más en aquella pila de muerte, solo producida por un monstruo. Él.
Coge la pistola, se la mete en la boca y piensa «Una vez más lejos de mí, una vez más vivo» y escucha el sonido de su propia muerte.

domingo, 7 de febrero de 2016

Arcones

Un bar. Una canción. Y mil recuerdos. Aquella cerveza fría tenía un sabor intenso, delicioso, con toques de añoranza mezclados con un poco de melancolía y remembranza. Potenciaba lo que recibía del exterior. Aquellas notas le imprimían una sensación de euforia, fuerza interior y aquel lugar le devolvía imágenes escondidas en los arcones de sus recuerdos. Reminiscencias de tiempos mejores, de tiempos en los que los sentimientos, las sensaciones, invadían su cuerpo por completo inyectándolo de una energía inagotable. Muchos actos poco meditados, improvisados que ofrecían parte de riesgo, de emoción, que alimentaban la adrenalina que corría por sus venas y le hacían totalmente invencible. La adolescencia y la juventud, tiempos idealistas, buenos, malos y turbulentos, ignorantes del futuro pero intensos en el presente. Tiempos vividos. Tiempos pasados.
Dio el último trago y se marchó.