lunes, 28 de septiembre de 2015

Él, Él y el Hombre de Blanco


Otro día más, pero este era diferente, algo se había movido. La disposición no era la misma, el conjunto blanco parecía continuar en el mismo sitio pero algo había cambiado. Las estanterías que quedaban a un lado y a otro del mueble central no se habían movido, y el centro del mueble coincidía exactamente con el centro de la pared, lo que hacía que tanto las estanterías como el propio mueble quedasen perfectamente centrados con respecto al ancho de la pared. No le gustaba las anomalías que producían las cosas cuando no estaban colocadas de manera precisa, la falta de horizontalidad, o las asimetrías entre los diferentes elementos hacían que su mirada se dirigiese automáticamente a estas faltas de respeto al orden. Y lo peor de todo es que ya no podía quitar la vista hasta que ese error visual se hubiese corregido. Tampoco le gustaba nada que él comenzase a hablar. Siempre lo hacía cuando el orden se perdía. No hacía más que señalar lo obvio, que si el cuadro estaba torcido, que si la estantería no había quedado perfectamente vertical, que si el mueble no estaba centrado y todo aquello que se saliese de la estricta definición de orden. Además, él hablaba una vez él ya lo había detectado, es decir, iba con retraso. Nunca le escuchaba antes de que su mirada ya estuviese pendiente del nuevo error captado por lo que, si no se daba cuenta, él tampoco lo haría. ¿De qué le servía que le dijera que esto o aquello no estaba debidamente colocado si él no se daba cuenta primero? Era como señalar lo evidente. Además, le ponía nervioso porque le recalcaba aquello que le molestaba a la vista, incidiendo todo el rato en lo mismo hasta que no se corrigiera el desorden, lo cual acentuaba todavía más ese malestar que le producía la falta de armonía que le concedía el orden. Lo peor de todo es que no podía cambiarlo, lo intentaba pero no podía, si algo se había movido podía pasar mucho tiempo hasta que se corrigiese. Llamaba al hombre de blanco para que lo volviese a colocar donde debía estar, pero no siempre llegaba pronto para cambiarlo, así que tenía que aguantar ese dolor de ojos debido al desorden y a él hablando y señalando una y otra vez lo mismo. Esto le hacía perder los estribos, notaba que se ponía muy nervioso y no podía parar de mirar fijamente al punto que atentaba contra la armonía de lo que observaba, esto hacía que la cabeza le comenzase a doler de manera demencial, hasta el punto en el que ya comenzaba a chillar y a gritar para que el hombre de blanco viniese a corregirlo. No se podía permitir esa falta de respeto, las cosas deben estar estructuradas de una determinada manera, y no se pueden cambiar bajo ningún concepto si no respeta las reglas del juego. Cuando el hombre de blanco llegaba, siempre lo primero que hacía era dirigirse hacia él para decirle que no se preocupara, que primero dormiría un rato y después, cuando se despertase, ya estaría colocado todo ese desorden. Y así era como sucedía, llegaba el hombre de blanco y le comenzaba a entrar un sueño persistente con el que no podía luchar hasta que se dejaba llevar, tranquilo de saber que se solucionaría ese atentado contra el orden. Después despertaba y, como siempre, pretendía estirar los músculos pero aquella camisa no le dejaba. El hombre de blanco siempre decía lo mismo, "estas atado por cuestión de orden, si te desato romperás el orden de la habitación, ya que tú tienes tu sitio dentro de este orden, y producirías un desajuste en la estructuración de la disposición de las cosas en la habitación". En el fondo tenía razón, no podía permitir romper el orden de la habitación bajo ningún concepto...

domingo, 13 de septiembre de 2015

La Libertad Del Deseo


El aire de la noche refrescaba su cara, era un aire frío que soplaba levemente. Observaba el paisaje que quedaba a sus pies, aquella megalópolis de hormigón y asfalto iluminado por pequeñas luces que se extendían a lo largo de la misma. Unas en movimiento, otras no. La contaminación lumínica hacía que el cielo nocturno no permitiese ver sus estrellas, dejando una capota oscura, lejana e infinita. Esta noche podría ser la noche en que al menos podría formar parte de él. Su corazón latía rápido, fuerte, pero solo pensaba en que sabía que podía hacerlo. Era mucha altura, un piso 26. Se tuvo que sentar sobre el alféizar de la ventana porque no aguantaba más de cuclillas sobre la piedra. Miraba una y otra vez fijamente el transcurrir de la gran ciudad, cómo aquellos movimientos de luces a través de las calzadas, cómo aquellas luces que se encendían y cómo aquellas otras que se apagaban desarrollaban la vida, el latir de aquellas estructuras de hormigón creadas por el hombre en una noche cualquiera. Comenzaba a tener frío, pero un frío externo ya que en su interior su sangre circulaba caliente movida con la fuerza de su corazón. Se sentía atrapado en aquella mole de cemento y áridos, necesitaba más libertad, el poder sentir cómo nada le ataba al suelo y cómo podía estar por encima de todo aquello. Él sabía que lo podía conseguir y que lo lograría, no podía esperar más así que apoyó sus pies sobre el alféizar, se colocó en posición y saltó. En aquel momento pudo ver cómo todo se iba moviendo, el cielo oscuro desapareció de su vista para contemplar cómo se acercaba cada vez a más velocidad hacia aquella ciudad que había estado contemplando. Su caída era imparable y él cada vez se sentía más feliz, más seguro de sí mismo. El viento frío le acariciaba su cara, sus manos y se le metía entre la ropa. Su estómago le presionaba de la tensión que sufría. El suelo estaba cada vez más próximo hasta que, de repente, comenzó a alejarse poco a poco. Podía moverse a su antojo, empezó a subir observando esta vez, de nuevo, el cielo oscuro que mostraba el ciclo nocturno. Prefirió darse la vuelta para no perderse ningún detalle de cómo se movían las aceras bajo sus pies, de cómo pasaba por encima de los árboles, sintiendo una euforia descontrolada y esa sensación de éxito por haber hecho lo correcto Estaba volando, era libre y ahora podía hacer lo que quisiera, no tenía ataduras, había roto sus cadenas para fabricar sus alas. Hacía piruetas por encima de los edificios, aumentaba la altura y volvía a bajar para volver a subir y notar, una y otra vez, el sabor de la libertad. Ahora tenía un objetivo, llegar más alto que el edificio en el que en el que había pasado la mayor parte de su vida, conseguir superar el piso 26, así que se acercó sobrevolando los árboles para realizar el ascenso completo, quería hacer el recorrido entero para reafirmarse de nuevo que podía conseguir lo que quisiera. Se fijó en su parque, en los juegos recreativos para niños, ahora oscuros y sin vida, en la acera que lo circundaba, en los bancos desperdigados a lo largo de la misma y en una figura humana tendida en el suelo. Comenzó a subir viendo cómo piso a piso los iba dejando atrás e iba consiguiendo poco a poco su objetivo, hasta que superó el piso 26 y logró dejar el edificio por debajo suyo. Su felicidad era máxima, ¡había conseguido la libertad de su deseo!, hasta que se dio cuenta de que ya no sentía el aprieto de su estómago, ni el frío ni el aire, solo flotaba a su antojo a lo largo de la eternidad.