viernes, 29 de abril de 2016

El Códice. Parte III

La crónica la había contado el vendedor, al que siempre le gustaba adornar las ventas con alguna historia interesante y que no tenía por qué ser cierta.
La puja comenzó con varias ofertas de los asistentes por el Cáliz, pero conforme fue avanzando la sesión, se fueron echando atrás quedando solo Ricardo y Aitor. En el último empujón Ricardo consiguió dejar atrás a Aitor, consiguiendo la adquisición del vaso de plata. Cuando acabó la subasta, Aitor se acercó al nuevo propietario del Cálice y mantuvo una conversación con él. Era habitual que cuando no conseguía ganar la subasta, intentaba hablar con el ganador, si no le conocía, porque era la manera de tratar y de relacionarse con nuevas personas que se movían por el mundillo y de paso, intentar algún acuerdo para obtener la pieza perdida en la puja.
Aitor observó, durante la conversación, que Ricardo no era un erudito en la materia, por lo que consiguió convencerle de hacer un cambio, el Cáliz por una pieza de Aitor cuyo valor era inferior al Cáliz pero que no lo parecía absoluto. De paso, Ricardo le confesó que era un cazador y le enumeró todas aquellas antigüedades que había conseguido y era un curriculum realmente bueno. Así que Aitor posteriormente confirmó a través de diferentes contactos fiables que conocía, que efectivamente los trabajos que había realizado eran verdad. 
Así que se puso manos a la obra a estudiar cómo lo iba a hacer. Tenía que conseguir dos piezas, la primera y la más importante el Códice, la segunda y no menos importante la llave que abría las páginas del manuscrito. También tenía que tener en cuenta el conocimiento de las habilidades de Ricardo como cazador. Encargarle la obtención del Codex y de la llave no era buena idea. En todo caso le podría contratar una sola de ambas piezas ya que Aitor no quería que tuviese la posibilidad de abrirlo. Aquel momento lo quería solo para él, poder retirar la cerradura con la llave y poder destapar sus hojas, absorber todo aquel antiguo conocimiento que, durante tanto tiempo, había estado contenido en aquellos papeles ordenados y fijados a través de la encuadernación.
Por supuesto, a Aitor no se le pasó por la cabeza en ningún momento forzar la cerradura del manuscrito, ya que eso sería dañar tan valiosa pieza. El conjunto del Códice y de la llave la respetaría pues al final, ambos, aunque elementos diferentes, pertenecían al mismo conjunto con la misma historia y era ese conjunto el que precisamente daba el valor completo a la obra.
Decidió, por tanto, encargarle la obtención del Codex a Ricardo y él se encargaría de conseguir la llave. La llave era lo más complicado, ya que el manuscrito, según el Huraño, estaba en manos de Niklas Kloner. La llave sin embargo no sabía dónde estaba. Pero sí sabía dónde podía estar. Aitor empezaba a pensar que el Códice no duraba mucho en las manos de sus propietarios porque probablemente lo podrían haber abierto con la llave y, al leerlo, destapaban todo el potencial que tenía el manuscrito haciéndoles perder la cabeza por su codicia, inflada por el valor inmenso que poseían las palabras contenidas en aquellas tapas de cuero marrón oscuro. Por tanto, deducía que, Niklas al llevar tanto tiempo con el Codex, no tendría la llave, lo que trasladaba su atención hacia el anterior propietario a Niklas, el cuál desapareció al poco de adquirir la pieza. Era un buen comienzo para empezar la búsqueda de la llave...

¡La semana que viene publico otra entrega de El Códice!


jueves, 21 de abril de 2016

El Códice. Parte II

La última información que el Huraño sabía es que lo poseía un austriaco, un tal Niklas Kloner, accionista principal de la empresa petrolera más grande del mundo, así como creador de la empresa Biometrics Corp dedicada a la curación de enfermedades mediante el uso de virus modificados genéticamente. Un gigante en su sector.
Pero lo más curioso era que el austriaco llevaba mucho tiempo con el Códice, bastante más que cualquiera de sus antecesores, lo que hacía sospechar al provecto hombre de que Niklas estaba siendo excepcional en ese sentido. 
Aquella información caló hondo en Aitor, tanto por la incógnita de por qué el Codex duraba tan poco tiempo en manos de sus dueños, ya que los amantes de las antigüedades solían adoptar cada una de sus piezas como un pequeño tesoro y no se separaban de ellas salvo fuerza mayor. 
Lo que no sabía era lo especial que se veía cuando lo tenía delante, sobre la mesa. Ricardo había cumplido su parte. El manuscrito era voluminoso, tenía una encuadernación elegante, con tapas gruesas recubiertas de cuero marrón oscuro con los bordes revestidos con un marco metálico, cuyo uso después de tantos años había conseguido apagar cualquier brillo del metal. Las tapas venían con incrustaciones en las esquinas de piedras rubís con un color granate profundo que, a través de cuero más oscuro todavía que el usado para la encuadernación, conectaba con el centro de la tapa que quedaba rematada por una turmalina negra cuyo color opaco hacía que el conjunto ganase fuerza, pero una fuerza sombría. Se fijó en el lateral, por donde se abrían las páginas, y comprobó el estado de la cerradura que unía ambas tapas del códice y que no permitía abrirlo. Estaba en perfectas condiciones, lo que le confirmaba que nadie había podido leer sus páginas. Escrutó minuciosamente, a través del canto del manuscrito, que no hubiese hojas arrancadas. Acarició el Códice. 
Para poder conseguirlo partió de la información suministrada por el Huraño y comenzó a investigar. Habló con varios cazadores y ninguno de ellos ni conocía el Códice, ni tenía ni idea de cómo encontrarlo. Hasta que coincidió con Ricardo en una subasta en la que se vendía una pieza importante, el Cáliz del Olvido, realizado con plata adornada por varios rubíes espinelas de color rojo profundo rodeando su contorno, y que acompañaban a la perfección a los detalles labrados en el metal precioso. Aquel Cálice brillaba, tanto por la superficie de la plata, como por las piedras que la decoraban, de una manera intensa. Aitor lo observaba maravillado, era un enamorado de las antigüedades.
Le llamaban el Cáliz del Olvido, porque por lo visto según contaba la historia, aquel que bebía de él perdía todos los recuerdos, se convertía en un amnésico permanente. Su creador fue un eclesiástico que, apelando al poder del Señor, pedía una solución para la situación del reino en el que vivía. Era inestable y peligroso. Se había enterado de un posible levantamiento contra el Rey a través de un monaguillo cuyos oídos finos habían captado una conversación muy importante en la que se desvelaban los planes del hijo del Rey, cuyo odio contra su progenitor no tenía límite, con objetivo la muerte del monarca. El clérigo, conociendo los poderes del Cáliz, consiguió que el sucesor del Rey bebiera, tentado por probar el sabor del mejor vino del continente, y no hubo mejor limpiador de recuerdos que el vaso de plata, aunque con la cantidad de vino que se bebió quizás no habría hecho falta poder secreto alguno. De este modo, consiguió salvar al Rey de una muerte a manos de su hijo. Nunca supo las intenciones de su descendiente y su pérdida de memoria se achacó a una enfermedad desconocida. Si el Rey se hubiese enterado de la causa de la muerte de sus remembranzas, el Clérigo sabía que le habría hecho beber vino en cantidad igual a su peso, que no era poco. Tampoco era poco bebérselo de un trago gracias al embudo que le habría introducido en la boca. Se habría inventado el embutido de vino...

¡La semana que viene publico la siguiente parte de El Códice!

lunes, 11 de abril de 2016

El Códice. Parte I

En esta ocasión, la historia se ha dividido en partes ya que su longitud excede lo habitual. La semana que viene se publicará la siguiente entrega.

Ricardo se acercaba con él. Lo dejó encima de la mesa mientras Aitor lo examinaba. Llevaba mucho tiempo esperando aquello. Muchas horas de estudio, muchas horas para localizarlo, muchas horas para conseguirlo. Y ahora lo tenía delante. Era un momento especial y muy transcendental. Le dedicó un momento a observarlo. Era el Codex Cardan. Un códice al que la historia no le había dado la importancia que merecía, quizás por el desconocimiento de su contenido y porque apenas era conocido. A lo largo de la historia había permanecido oculto pasando de unas manos a otras, pero en ninguna ocasión llegó a ser leído. 
Aitor, un experto en piezas históricas, tuvo conocimiento del manuscrito en una fiesta privada a la que asistieron múltiples personalidades relacionadas con las antigüedades, así como vendedores y “cazadores”. Los cazadores eran personas a las que se les encargaba la búsqueda de reliquias o antigüedades y de los cuales era mejor no saber cómo lo conseguían, ya que en muchas ocasiones realizaban su trabajo exitosamente cuando las probabilidades de que pudiesen encontrar el objetivo del encargo fuesen prácticamente nulas. 
En aquella fiesta asistió una persona muy especial, conocido por todos en el mundillo como “el Huraño”. Era un hombre mayor de pelo cano y barba poblada e hirsuta. El apodo se lo había ganado porque pasaba grandes temporadas enclaustrado en su casa, dedicando horas y horas de estudio a la historia de muchas reliquias o antigüedades poco comunes. Pocos habían entrado en su morada pero aquellos que lo habían hecho coincidían en la magnificencia de la biblioteca de la que disponía, paredes altas forradas enteramente por libros y tomos, en su mayoría antiguos, en los que era necesario dedicar una vida entera para poder leer gran parte de ellos. Tenía, por tanto, un vasto conocimiento en la materia y un reconocimiento de su sabiduría por parte de todos aquellos que le conocían. Pero aquel reconocimiento había caído en los últimos años, no por dudar en absoluto de su recorrido a lo largo de su vida, sino porque la edad, según muchos, le traicionaba la cabeza y su fiabilidad había caído en picado. El respeto que todos tenían por él hacía que el provecto hombre no supiese tal circunstancia, hecho ayudado por la amabilidad y cortesía que todos tenían con “el Huraño”.
En la mencionada fiesta, Aitor se acercó al hombre mayor y le preguntó qué tal sus últimas investigaciones. Este le comentó sobre un retablo del siglo XV al que había perdido la pista, sobre una reliquia de Isaías, uno de los profetas de Israel, consistente en el prólogo del libro que llevaba su nombre y en el que se explicaban determinados argumentos que podían cambiar el significado de determinadas partes de dicho libro. También mencionó sobre un hallazgo suyo, un códice del cual nunca había oído hablar, el Códice Cardan, escrito en el siglo XIII por un tal Kells, persona desconocida de la época. Por lo visto, el Codex había alcanzado un precio desorbitado dentro de las esferas más selectas y escondidas de arte antiguo. Pero quizás lo más curioso del manuscrito es que no llegaba a permanecer demasiado tiempo con ninguno de los propietarios que lo adquirían, lo que aumentaba su precio debido a que, al poco tiempo de tener dueño, este desaparecía o fallecía en circunstancias extrañas, desapareciendo, al poco, el preciado manuscrito hasta que otro nuevo propietario se volvía a hacer con él...