A la hora, el día y el momento
elegido. Quizás no era el que más le gustaba, pero tendría que pasarlo. Se
encontró entrando en una estancia oscura, solo podía ver aquello que iluminaba
una lámpara que colgaba de un techo desaparecido en la negrura. Una silla, una
mesa, una pistola y su oponente.
Le llamó la atención el contraste
del metal brillante y limpio de la magnum sobre la mesa, que reflejaba la luz
proveniente de la única fuente de luz existente en la estancia. Las cachas
negras hacían juego con el mueble, que era del mismo color. El rostro de su
oponente, igualmente iluminado que el arma, le miraba fijamente a los ojos. Su
mirada no revelaba miedo ninguno. No veía rastro de sudor o alguna otra pista
que le pudiese indicar que estuviese nervioso. Era de un rubio exagerado, no
sabía si por efecto de la luz, o porque era su color real de cabello. Con sus
ojos azules claro tenía el mismo problema. Procedió a sentarse, quedando su
mirada a la misma altura que la de su contrincante. La comunicación verbal
estaba prohibida. La pistola le apuntaba a él, luego se había decidido que
tendría que ser él el que comenzase. Aquello no era un buen comienzo, su
oponente tendría más posibilidades de ganar, y no solo eso, llegados el caso,
si solo queda una bala, sabría que se tendría que enfrentar a la muerte
directamente siendo consciente de ello. El hombre rubio, sin apartar la mirada,
cogió la pistola, acercó el cañón a su sien y levantó el percutor. Se fijó en
el pequeño, casi imperceptible temblor de la mano que sujetaba el arma. Aquello
era una pista de gran valor, aunque seguía sin ver a a través de su rostro el
dilema que tendría en su interior ahora mismo, su oponente no se había dado
cuenta de que su mano le había delatado. Admiraba cómo su rostro eliminaba
cualquier atisbo de miedo o de conflicto interior. Apretó el gatillo. Sonó el
click que confirmaba que el cargador estaba vacío y el tambor giró para colocarse
en la nueva posición. Su oponente continuaba con el mismo rictus en el rostro. Ya
solo quedaban cinco posibilidades de que la bala estuviese alojada en alguno de
los huecos del cargador. Era su turno. Su adversario dejó la pistola encima de
la mesa, lista para que la usara él. La cogió. La puso sobre su sien. La
amartilló. Y esperó. No tenía miedo y quería infundirlo. La frente de su
oponente comenzaba a perlarse de sudor ligeramente, lo que le comunicaba que la
presión psicológica a la que estaba sometido por la situación podría decantar
la balanza hacia su lado. Entonces apretó el disparador. Otra vez el click. Ya
solo quedaban cuatro turnos. Dejó el arma en la mesa para que lo cogiera su
adversario. Este la volvió a situar con el cañón sobre su sien. Levantó el
percutor. El temblor de su mano se hacía más patente que antes. Su presión
interior iba en aumento. Disparó. De nuevo el click. Dejó la pistola sobre la
mesa. Su frente reflejaba pequeños destellos del sudor que, cada vez más, iban
en aumento. Él también se dio cuenta de que la respiración de su oponente
estaba aumentando de ritmo paulatinamente. Tres turnos. Las posibilidades se
volvían a reducir de nuevo. Si le volvía a tocar en la siguiente, asunto
terminado. Había que actuar. La levantó y la apoyó sobre su cabeza. Esta vez,
acercó su cara todo lo que pudo hacia el rostro del hombre rubio, sin llegar a
tocarle, frente a frente. Le escrutó con la mirada. Lentamente levantó el
percutor. Un tercio mortal de posibilidades. Esperó. Apretó el gatillo rápido,
vio cómo su adversario parpadeó y ligeramente subió las cejas. Le había
sorprendido, no lo esperaba tan rápido. Estaba a punto de conseguirlo. Dejó el
arma sobre la mesa con fuerza, de modo que un sonido rápido y fuerte inundó la
estancia quebrando el sonido eterno que se había instalado. El cuerpo del rubio
sufrió un pequeño espasmo y su rostro comenzaba a desmontarse. Arrastró el arma
hacia él. Su mirada denotaba miedo al ver el arma cerca suya. Su conflicto
interior estaba en el punto más álgido. Solo tenía que presionarle un poco más,
así que giró la pistola con la culata hacia él en gesto de que era su turno y
que debía cogerla. Entonces el rubio bajó la cabeza, relajó el cuerpo y se
levantó de la mesa. No volvieron a cruzar más miradas. Se quedó solo ante el
arma así que la cogió, sacó el cargador hacia un lado y comprobó que habría
sido el turno de la bala. No más clicks. Pobre desgraciado, se había ido con la
sensación de derrota, sin saber que le había salvado la vida y que debería de
estar contento de no estar muerto. De otro modo las probabilidades de este
juego absurdo le habrían reventado la cabeza.
Otro juego más. Más dinero.
Peligroso pero rentable. Las palabras volvían a su mente, “No tengo nada que perder, lo tengo todo para ganar. Dispara, da igual,
sales ganando…”
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