domingo, 13 de marzo de 2016

El Diario

Allí estaba pasando las hojas. Conforme las iba leyendo en su mente se iban reproduciendo las imágenes de todas aquellas palabras. Mucho más que palabras. Un pasado, una vida. Demasiadas hojas, demasiados sentimientos. La tristeza le invadía, todos aquellos recuerdos le hacían revivir situaciones en la que la felicidad era la ausente y la tristeza era su acompañante. Así día tras día en un túnel que parecía oscuro, largo, casi infinito. Páginas y páginas de dolor escritas por una vida que eligió por él. Él solo pudo levantar un muro, aislar sus sentimientos y esperar, esperar a que aquella construcción aguantase los embates que la desgracia lanzaba con todas sus fuerzas. Su entrada solo podía provocar dolor y una herida que cada vez se hacía más grande. Cada vez que el muro era reconstruido, un nuevo golpe lo tiraba de nuevo y la cicatriz, todavía trabajando, era destruida haciendo pedazos de nuevo sus sentimientos. 
Al final del diario, aquellas hojas dieron paso a otras en donde las palabras reflejaban el encuentro con una felicidad que no había conocido nunca, algo nuevo, algo que debía disfrutar al máximo pues no sabía cuánto iba a durar. Pero aquellos muros levantados no podían desaparecer, en cada embestida en la que la infelicidad consiguió entrar, y una vez se iba, dejando un alma desolada, el muro se reconstruía con unas paredes más altas, más gruesas y más fuertes. Eran infranqueables, irrompibles e indestructibles. 
Al finalizar de leer todas aquellas palabras que le habían mostrado su mundo vivido, se dio cuenta de que el diario le enseñó que la desgracia le apaleó y, cuando esta desapareció, cuando podía haber abrazado la dicha y haber curado su alma, era él mismo el que no dejó paso a aquello que deseó y ansió toda su vida. Ser feliz.

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