Era de noche y aquel hombre
entraba en el callejón que recorría todos los días para llegar a casa. Suponía
un atajo considerable a dar la vuelta a la manzana y era un recorrido que
llevaba unos años realizando y ya se había vuelto muy conocido. El callejón
transmitía sensación de tristeza, de soledad, delimitado por dos edificios esbeltos
cuyas fachadas de ladrillo viejo solo sujetaban escaleras metálicas de
emergencia corroídas por el transcurso del tiempo. Papeles que yacían en el
suelo, carteles pegados sobre la fachada de uno de los edificios doblados sobre
sí mismos sin encontrar el suelo, contenedores de basura colocados a ambos
lados, independientes unos de otros, totalmente aleatorios.
Entró en el callejón, más oscuro
que en la calle principal apenas iluminada por farolas cuyas bombillas estaban
al final de su vida útil. Avanzó por el pensando en los problemas de trabajo
acaecidos en el día, probando variantes, intentando encontrar soluciones. Conforme
se fue adentrando en el callejón se dio cuenta de un pequeño detalle, notaba
cierta sensación extraña, no sabría explicarla pero no le gustaba. Empezó a
mirar hacia atrás, quizás no era miedo pero a lo mejor desconfianza, recelo,
cierto temor y no sabía por qué. Comenzó a apretar el paso, seguía mirando
hacia atrás, la calle principal, más iluminada, iba quedando cada vez más
lejana. De repente miró hacia delante y se le heló la sangre, había una niña
sentada en una mecedora en mitad del callejón, se mecía de forma repetitiva y
su mirada se le clavó en sus ojos. Aquella mirada no expresaba la infantilidad
propia de la edad de aquella niña, si no algo que acontecía en su interior,
algo que no parecía bueno. De pelo largo, liso, negro azabache, la niña llevaba
un vestido blanco de tela que hacía juego con la palidez de su piel, salvo en
la zona del párpado inferior en ambos ojos, donde se oscurecía reforzando
aquella mirada sombría.
-No-puedo-llorar,-no-puedo-llorar,-no-puedo-llorar...
- Repetía constantemente en un susurro que se iba elevando porco a poco, con un
golpe de voz en cada palabra independientes una de otra, como si cada una
formase una frase completa.
Entonces el hombre que se había
quedado perplejo y asustado ante tal visión, comenzó a mirar a los lados,
detrás de la niña, detrás de si mismo sin saber qué buscar. Estaba impresionado
por aquella situación. La niña se balanceaba cada vez más rápido, como si la
inercia no fuese con ella.
-No-puedo-llorar,-no-puedo-llorar,-no-puedo-llorar...
- Seguía repitiendo en un tono más alto, con una voz que no era suya, adulta y áspera.
Él quería sortearla e irse de
allí tan rápido como pudiese, pero como no se atrevía optó por volver por donde
había venido. En el momento en que lo pensó, la niña se dirigió a él.
-¿Me-das-la-mano? - Le preguntó
con la misma voz mientras continuaba estática en su balanceo.
-¿La mano? - Respondió el hombre
temeroso que no sabía qué hacer, le inquietaba aquella niña pero, ¿y si
necesitaba su ayuda?
-No-puedo-llorar,-no-puedo-llorar,-¿me-das-la-mano?
- Le volvió a preguntar perforándole con la mirada.
A lo mejor aquella niña
necesitaba tratamiento psiquiátrico y él estaba dudando si ayudarla o no, pensó
el hombre que poco a poco se fue convenciendo de que tenía que ayudarla. En el
fondo no dejaba de ser una pobre niña.
-No-puedo-llorar,-no-puedo-llorar,-dame-la-mano
- Ordenó esta vez con la voz todavía más brusca, más seca.
Entonces fue cuando tomó la
determinación de acercarse a ella y cogerle de la mano, no podía más y tenía
que ayudarla.
Cuando se acercó, la niña se
levantó con una velocidad increíble de la mecedora y le agarró de la mano. En
ese momento, el hombre notó cómo aquella pequeña mano le abrasaba la suya,
entonces ella comenzó a enseñar una leve sonrisa maliciosa mientras a él le
nacía una quemazón en el interior del pecho, que iba creciendo rápidamente
hasta que parecía tener fuego dentro. El mismo fuego poco a poco se fue
desplazando hacia el hombro, el brazo, hasta llegar a la mano que le agarraba
la niña, por donde aquello pareció salir. Después, ella le soltó la mano
rápidamente y se fue corriendo. El hombre se quedó muy tranquilo, pero notaba
algo raro en su interior, le faltaba algo, no se podía comportar como siempre,
se sentía extraño. Al rato, se dio cuenta de lo que había pasado. Se sentó en
la mecedora y se meció.
-No-puedo-llorar,-no-puedo-llorar,-no-puedo-llorar...
La niña le había robado sus
sentimientos.
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