Observaba el crepúsculo al
anochecer, como todos los días, en aquel campo cambiante de tonalidades debido
a la luz del sol que se iba escondiendo por el horizonte. Era un espectáculo
que aunque lo viese todos los días, le seguía pareciendo fascinante, aquel
despliegue de colores en el cielo y las variaciones de los mismos que
reflejaban el campo y la vegetación. Tenía suerte de poder admirar todos los
días cada uno de los atardeceres. Ninguno era igual, todos diferentes aunque
pareciesen iguales, cada uno tenía una particularidad distinta que le motivaba
al día siguiente para volver a contemplarlo. En estos momentos era cuando más
reflexionaba, cuando se acordaba de aquellos días soleados de verano en que los
niños iban a verle y a jugar con el. Siempre le cogían el sombrero para
ponérselo y quitárselo entre ellos mientras reían, corrían y saltaban por el
campo. Iban casi todos los días animando allá por donde fueren y le daban una
gran felicidad, felicidad que le faltaba en los duros inviernos. El frío, las lluvias,
la nieve. Eran condiciones climatológicas realmente adversas, pero lo que verdaderamente
le costaba era la soledad que le inundaba al ver el campo yermo y vacío de las
voces, las carreras y los juegos de los niños. Algunos días, cuando las nevadas
eran fuertes y dejaban mucha nieve a su paso, salían a lanzarse bolas y a
tirarse en la nieve. Era divertido cómo a el también le tiraban algunas
acertando la gran mayoría.
Tanto tiempo había pasado en
estos campos que no le quedaba nada por ver, el duro trabajo día a día, la
siembra, la cosecha, la recolecta y como en algunos casos se perdía todo el
trabajo porque no llovió cuando debió o llovió cuando sobró. Era como si fuesen
sus campos, el los llevaba vigilando mucho tiempo y el consideraba que tenía cierto
derecho sobre ellos por méritos propios. Cumplía bien con su trabajo. Tantos
años le habían hecho ver tantas cosas, que de muchas de ellas no se acordaba.
Las que si rememoraba de vez en cuando eran todas las personas que habían estado
trabajando aquellos campos, y aquellos niños felices que fueron creciendo
atardecer tras atardecer para dar paso a los siguientes que, sin saber muy bien
cómo, siempre le habían llamado Eddie, El Espantapájaros.
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